Ey, hola.
En la última semana he empezado a dar paseos diarios y me he vuelto a dejar bigote. Aunque a priori no lo parezca, ambas decisiones tienen un detonante común, pero ya trataremos ese asunto más adelante. Por ahora dejémoslo en que son movimientos adaptativos a situaciones sobrevenidas.
El caso es que tanto yo como mi irrisorio vello facial estamos dedicando entre 30 y 60 minutos diarios a patear el horno urbano que es Madrid. Se nos ha informado por activa y por pasiva desde la comunidad médica de las bondades para la salud del noble arte del caminar, pero de lo que no se habla tanto es del efecto potenciador de la pérdida de peso que tiene practicar esta actividad en verano en municipios donde los árboles son enemigo público. Me atrevería a decir que al final de las caminatas tengo más agua fuera del cuerpo que dentro.
Sin embargo, no todo es cemento y asfalto en la capital de la libertad. También hay parques. Como el mítico Retiro, que el consistorio tiene la curiosa costumbre de cerrar los días de ola de calor, y Madrid Río, una agradabilísima esplanada de cesped en la que conté la apabullante cantidad de dos (2) fuentes de agua potable. Y un chiringuito, claro, donde adquirí una cervecita para completar mi transformación en madrileño hecho y derecho.
Todo lo cual, sumado a que esta ciudad me agrede con violencia cada vez que intento respirar en la calle, aún puestísimo de antiestamínicos, da pie (jeje) a que la experiencia peripatética sea subóptima.
No obstante, como respirar y estar hidratado son actividades en gran medida sobrevaloradas, persisto en mi empeño y busco convertir este experimento en hábito, con la esperanza de que a la larga repercuta positivamente en mi cuestionable estado de salud.
Pero, tampoco querría dejarte con la impresión de que paseo forzado y a disgusto. Nada más lejos de la realidad. Desde siempre me ha gustado andar, en concreto andar rápido. Puedo afirmar, sin ánimo de vanagloriarme, que soy el caminante más veloz de entre las personas con las que tengo trato. De hecho, si hay algo que no me gusta, es transitar despacio por la vida. Y pocas cosas me frustran más que tener que deambular al exasperante ritmo de las gentes lentas que habitan este mundo.
Si tú eres una de esas personas que andan por la calle como si no quisiesen llegar nunca a su destino, lo tendré que respetar, por todo el aprecio que te profeso, pero vaya tela…
En este punto quiero hacer una aclaración. No se debe este desagrado a un deseo presuntuoso de demostrar que soy raudo cual centella, te lo prometo, estimadísimo lector. Por favor, no te hagas esa idea de mi carácter. El problema radica en que, a fuerza de hábito, he aprendido a caminar a mi velocidad, y cuando la reduzco en exceso acabo deteriorando el gesto de mi pisada. Debido a este extremo, si el camino se alarga más allá de unos minutos, experimento molestias que pueden devenir en lesiones.
Sí, en efecto, también cuento problemas articulares entre mi ya afamada lista de dolencias médicas. En la vida me ha tocado jugar a visitar todas las especialidades hospitalarias existentes y voy camino de cantar bingo.
En fin, es lo que hay.
Por lo pronto seguiré recorriendo las calles de esta urbe con una presteza inusitada para hacer tiempo hasta que empiece el máster y me toque hincar los codos.
Espero que estés sobreviviendo al calor. La sandía ayuda.
Un beso. Chao.
Andar deprisa, la tiktokificación de los paseos.