Estás sentado en una silla incómoda en una sala vacía. Tienes la mirada perdida en la pared blanca de enfrente, pero en realidad no ves nada. Llevas horas pensando, repasando los acontecimientos una y otra vez. Te preguntas cómo has llegado hasta aquí. En qué momento se torció todo. Cómo pudo pasar.
Tenías un plan, claro. Una pormenorizada lista de objetivos a alcanzar e instrucciones detalladas para afrontar cada uno de ellos. Y no fue fácil. Te llevó años de minucioso trabajo definirlo todo. No te diste por satisfecho hasta estar seguro de haber tenido hasta el último escenario en cuenta. De que sería infalible. Cuando finalmente te levantaste de la mesa de trabajo sabías que iba a funcionar.
Pero has fracasado. Y ya no hay plan B ni ases en la manga. Sólo te queda esperar y afrontar lo que tenga que pasar.
Tienes claro que tu castigo será terrible, a la altura de tu trasgresión. Sin embargo, es difícil imaginar tu destino exacto, ya que nunca nadie había cometido tu crimen. Al menos no que se sepa. Al fin y al cabo, habría que estar muy loco para intentar matar a Dios.
¡Ah, estuviste tan cerca! ¿Qué pudo fallar? ¿Acaso malinterpretaste las profecías? ¿O quizás el punto débil que proclamaban ya no existía? No lo sabes y ya no importa. Tenías una única oportunidad y la perdiste.
Pero hay algo que no logras quitarte de la cabeza, un recuerdo. Todo pasó muy rápido, hubo disparos y antes de que te dieras cuenta estabas en el suelo con una rodilla en la nuca. Apenas recuerdas algo más que borrones, pero hay algo que se te quedó grabado. Sentiste miedo. No el tuyo. Sino el suyo. Sentiste el terror de Dios. Fue una fuerza tan poderosa que te dejó sin aliento. Te atravesó como una onda expansiva e hizo vibrar tu pecho. Un grito de auxilio de un ser omnipotente. Así que realmente estuviste a punto de acabar con él.
Y sin embargo de alguna forma sobrevivió. Su presencia sigue ahí. La notas con una estridencia inusitada, seguramente como consecuencia de tu atentado. La divinidad lo rodea todo y te entumece la mente, lo cual en cierto modo es un alivio. Así te cuesta más pensar en lo que va a pasar.
De repente se abre la puerta a tu espalda. No sabes cuánto tiempo llevas ahí dentro. En realidad te da igual. Sigues mirando la pared blanca. Cuando entra en tu campo visual lo ignoras. Se queda de pie delante de ti. Su brazo derecho queda más o menos a la altura de tus ojos y percibes lo que parece ser una pistola. Bien. Parece que será rápido.
Sin embargo, se queda quieto y algo en su postura te lleva a enfocar la mirada en él. Ves confusión. Indecisión. Miedo. Tras unos momentos, respira hondo, te apunta y dispara.
Os seguís mirando durante mucho tiempo. Tanto que hasta a tu embotado cerebro se le ocurre que deberías estar muerto. De hecho, deberías haber muerto mucho antes, en el tiroteo.
Cuando finalmente baja el arma hay algo distinto en su mirada. Asiente lentamente.
- Alabado sea el Altísimo -dice con suavidad.
Un sentimiento emerge de la abrumadora nube de divinidad que se entrelaza con tu conciencia. Irónicamente es el más humano de todos: alivio.
Parece que al final tu plan infalible ha funcionado.