La tabla de contenidos
La tabla de contenidos: día de pierna.
La introducción: rodillo y gomas.
La promoción: fotito en el espejo marcando culo.
El relato: peso muerto y búlgaras.
Las canciones de la semana: la lista de Spoti de High School Musical.
La despedida: un batido de prote y a la ducha.
La introducción
Ey, hola.
Soy Miguel Escribano y estás leyendo Gritando al Vacío, la newsletter que toma proteína y creatina para los gains.
Después de dos meses parado, esta semana he vuelto a ir al gym a levantar hierro, de modo que la línea editorial de esta publicación vuelve a estar basada en ser un fucking alpha apex silver-back-gorilla predator. Próximamente puedes esperar reviews de mi nuevo Lambo y podcasts sobre tratar a las hembras como ganado.
…
No, not really.
A pesar de que se ha desmostrado que esa estrategia es fácilmente monetizable, y que hay millones de jóvenes radicalizados dispuestos a comprar cualquier mensaje que les ofrezca una respuesta fácil a problemas socio-económicos estructurales complejos (o simplemente poder culpar a la actual sociedad matriarco-comunista por no lograr follar), carezco de la fuerza de voluntad y falta de principios que requiere construir una carrera en dicho sector. Bueno, sobretodo lo de la fuerza de voluntad; tampoco voy a fingir que no pueda vender mis principios, si la oferta es lo bastante buena.
Pero, ¿qué me dices de la increíble foto de stock que te he clavado ahí con la broma? Me parece una fantasía que eso esté entre las imágenes de archivo gratuitas que me ofrece Substack para aderezar el texto. Sobretodo porque tuvo que haber varias personas involucradas en hacer esa instantanea y editarla, puede que a nivel profesional con un equipo de producción. ¿Cuál sería la premisa que buscaban transmitir? ¿Villano de anime que ha completado su arco de entrenamiento y va a matar a todos los niños que se burlaban de él en el colegio?
En fin, las maravillas del Intenet.
A lo que iba, que he vuelto a entrenar y las sensaciones han sido buenas, lo cual es una alegría, porque pensaba que el parón me habría pasado mucha más factura. Ahora sólo hace falta retomar la rutina y forzarme a ir a ese antro lleno de niñatos sudados dos o tres veces por semana a pelearme por usar unas máquinas con lista de espera. ¡Yey!
A ver, no es el plan que más ilusión me hace, pero tiene sus cosas buenas. Dejando a un lado lo de que realizar ejercicio regular me hace sentirme mejor anímicamente e incrementa mi calidad de vida, lo que no dejan de ser minucias desde un punto de vista motivacional, me permite disfrutar de un pequeño placer culpable con el que masajear mi ego: me produce un indescriptible placer terminar de usar una máquina, alejarme y ver que la siguiente persona que llega tiene que bajar la carga.
No es algo de lo que esté orgulloso y refleja muchas inseguridades, pero te lo cuento a ti porque estamos en confianza y porque sé que tú también tienes tus mierdas. Pero es algo que no le hace daño a nadie y a mi me genera un pequeño pico de dopamina, así que pienso seguir disfrutando de ello.
Eso sí, únicamente lo hago con las máquinas. A las barras les quito siempre los discos y los guardo en su lugar, porque no soy un puto neandertal y sé cómo vivir en sociedad. Ante todo hay que ser un buen ciudadano del gimnasio, sobretodo cuando muchos de los vecinos van tan ciclados que pueden arrancarte las extremidades cual chimpancés, si se alteran.
Y hasta aquí llegaría mi pequeña anécdota del gym, si no fuese porque al llegar a casa y ducharme el agua que caía de mi cabeza era de un intenso color rojo oscuro. Durante un segundo me planteé la opción de haber hecho algún ejercicio tan fuerte que me hubiese provocado una brecha; no recordaba haberme dado ningún golpe, pero la pérdida de memoria no deja de ser uno de los resultados de un traumatismo craneoencefálico. Además, la peña del gimansio va tan a su puta bola que no me extrañaría que no me hubieran dicho nada por ir chorreando sangre.
Sin embargo, al notar la temperatura del agua me di cuenta de que estaba más alta de lo normal. Resulta que llevaba meses duchándome con agua fría y se había acumulado óxido en el caño caliente. Imagínate a qué niveles de degradación humana he tenido que llegar en los últimos tiempos para preferir ducharme corriendo y sufriendo antes que esperar un rato a que se calentara el agua.
Va a resulta que soy un estoico de esos que se han puesto tan de moda entre los chavales, que twitean frases de Marco Aurelio creyendo entender la filosofía subyacente. Parece que al final sí que voy a tener que hacerme influencer anarco-capitalista.
Así pues, te deseo que pases una buena semana y te aconsejo que reprimas todas tus emociones, que romantices el sacrificio y el sufrimiento, y que desprecies por débiles a todos lo que sugieran que hay que luchar por mejorar las condiciones de vida de los colectivos desfavorecidos.
¡Duro!
La promoción
¡Atención, atención! Nos estamos acercando a agotar las entradas para el show de Ignasi Taltavull del jueves 12 en Las Armas.
No dejes pasar la oportunidad, que luego vienen los lloros.
Por otro lado, esta semana hemos anunciado el Especial Fin de Año 2024 de Somarda’s Comedy.
Se trata de un show escrito de cero para la ocasión que interpretaremos sólo dos veces, los domingos 22 y 29 de diciembre a las 19:00, tras lo cual desaparecerá como pis en la ducha. Como viene siendo habitual, lo haremos en la Meca de la comedia zaragozana, El Refugio del Crápula.
Vente a despedir este año que nos ha dejado tantos momentos inolvidables y para olvidar.
El relato
Esta semana no hay microrrelatos, sino que me ha dado por traerte un texto de 1000 (¡mil!) palabras. ¿Por qué? No estoy seguro. Iba por la calle y se me ocurrió el inicio, así que tuve que escribirlo. Las musas y todo eso.
Amanecer
Amaneció a la hora esperada. Pero por eso era la hora esperada, claro. Al fin y al cabo, la Tierra y el Sol no suelen alterar su eterno movimiento por asuntos mundanos como este.
En general, parecía una mañana normal y corriente de un día cualquiera, quizás algo oscura. Y sin embargo había algo raro. No era un amanecer como los demás. La forma en que el astro asomaba por el horizonte no auguraba nada bueno.
Juan se forzó a mirar hasta que el sol se despegó del suelo, para asegurarse de lo que estaba por venir. Tras un rato, se giró y entró en casa con la mandíbula tensa. Parecía que había llegado el día. Hoy se acabaría el mundo.
Unos minutos más tarde volvió a salir y se encaminó hacia la furgoneta. Antes de subir lanzó una breve mirada a la pequeña vivienda y al descascarillado vehículo rojo. Esas dos antiguallas rurales constituían, junto a dos mudas de ropa descoloridas, un cubierto de mesa mellado y una cafetera italiana oxidada, la totalidad de sus posesiones. No eran gran cosa, pero les había cogido cariño y le molestaba la idea de que fueran arrasadas por el fuego del apocalipsis. Además, justamente ese día tenía pensado ir a pasear por el mercado del pueblo, actividad que disfrutaba mucho y que ahora tendría que cancelar, lo cual no hacía sino aumentar su frustración.
Arrancó el motor y enfiló el camino de tierra hacia la carretera. Al pasar al lado de la granja de Manolo saludó con un breve gesto al hijo mayor, que estaba cargando unas cajas de manzanas en la camioneta de su padre. Juan había visto crecer al chaval desde que nació y le parecía que siempre había sido un patán irritante. Si no lograba detener la devastación que se avecinaba, al menos no volvería a cruzárselo.
Con ese pensamiento en la cabeza, Juan, que era ante todo un ser pragmático, decidió que pasara lo que pasara al final del día habría algo que celebrar, de modo que encendió la radio y comenzó a canturrear los temas pop del momento mientras se dirigía valle arriba hacia la montaña.
Al asentarse décadas antes en la zona había elegido esas escarpadas montañas por lo poco transitadas que eran. En general, la región no era especialmente bonita y los caminos dejaban mucho que desear, de modo que era poco probable que un excursionista perdido se topase por azar con lo que había escondido allí arriba.
Sin embargo, al recorrer ahora de nuevo la carretera después de tanto tiempo, se sorprendió al constatar que los años de falta de inversión habían hecho el camino aún más impracticable. Además, el sol, que ya estaba alto, no daba mucha luz, así que en dos ocasiones estuvo a punto de encallar el vehículo en un bache que no había visto. Todo esto, sumado a que perdió la cobertura de la radio, contribuyó a que volviese a sumirse en un humor taciturno.
Cuando dos horas más tarde llegó finalmente a la cueva, Juan confirmó sus sospechas. Delante de la abertura de la gruta estaba Kh’vlaru, extendido cuan largo era, absorbiendo la luz del sol, lo que explicaba que el día estuviese tan desvaído.
Después de cincuenta y tres años terrestres, Kh’vlaru había logrado escapar de sus ataduras y había emergido sediento de radiación, la cual atraparía hasta explotar. Así que ahora Juan tenía que encontrar una forma de volver a aprisionarlo antes de que vomitara toda esa energía y prendiese fuego a la atmósfera, acabando con la vida en la superficie terrestre de un plumazo.
Juan se pasó la mano por la cara y soltó un suspiro exasperado. Ya sería el cuarto planeta calcinado y tendría que volver a llevárselo a otro sitio, lo cual era una noticia terrible porque no soportaba las mudanzas.
Tras respirar hondo un par de veces para calmarse, apagó el motor, bajó de la camioneta y se acercó hacia la masa informe.
- Ya sabes que no puedes estar aquí fuera, K.
La mente de Juan fue inundada por una amalgama de sensaciones y conceptos que lo desorientaron un poco. Después de todos estos años sin hablar con Kh’vlaru había perdido la costumbre de la comunicación telepática. Pero el tono y el significado estaban muy claros.
- Ahórrate los reproches, Kh’vlaru. Si no he venido a visitarte, la culpa es sólo tuya. Aún estoy enfadado por lo de la última vez.
Esta vez los mensajes fueron menos estridentes.
- No, no me vale el cuento de siempre de que no puedes controlar tu adicción. Ya eres mayorcito como para responsabilizarte de tus actos.
Juan vió en su mente algunas imágenes de Vultir antes de que Kh’vlaru lo arrasara, y a continuación de las atrocidades que los vultianos cometieron en el sistema Grav’ealis durante su expansión.
- ¡Me da igual que creas que en el fondo se lo merecían! ¡Que les den a los malditos vultianos! Lo que me jode es que me engañaste para absorber radiación. Soy el único que se ha quedado contigo después de todo y aún así me mentiste.
El cuerpo de Kh’vlaru se encogió, alejándose de él, y empezó a vibrar. Juan se dio cuenta de que había estado apretando los puños y los relajó.
- Joder, K… Lo único que quiero es protegerte, pero me lo pones muy difícil. Siento que no piensas en lo que sufro yo cada vez que erradicas una civilización. Ya sabes que me cuesta hacer amigos cuando llego a un sitio nuevo…
Kh’vlaru reptó lentamente hacia Juan y emitió recuerdos comunes a lo largo de los siglos. Tras un leve titubeo, rozó su pie. Juan esbozó una leve sonrisa y le dio una palmadita.
- Hagamos un trato, K. Si dejas que te vuelva a atar en la cueva, vendré todos los días a visitarte. Te doy mi palabra.
Durante unos segundos, Kh’vlaru alternó nervioso entre expandir su cuerpo para absorber luz y contraerse, hasta que finalmente salió disparado hacia la cueva y entró en la oscuridad. Juan meneó la cabeza y lo siguió riéndose por lo bajo.
- Que sepas que vivir en una cueva no está tan mal. No tienes vecinos. Te tengo que hablar del mío. Es un auténtico gilipollas…
Las canciones de la semana
Lista de Spotify completa aquí.
La despedida
Chao. Hasta luego. Adiós.
Un beso.